22 de noviembre de 2010

Buscando a...

Hoy me levanté, me tomé un té y me senté a ver los mensajes electrónicos, la rutina parecía ser la de siempre, nada nuevo; pero había un mensaje de una amiga, era un "Forward" que se titulaba: Buscando a Juan. Antes de abrirlo, pensé que se trataba de uno de los tantos chistes que recibo día a día en mi correo, pero no, no era un chiste, era un llamado... un llamado urgente para encontrar a una persona perdida. El mensaje contenía una fotografía, la abrí y reconocí esa cara inmediatamente, era el hermano de un viejo amigo. No podía creerlo, pensé que estaba equivocada, pero no, era él, era Juan, era ESE Juan, el que trabaja arreglando computadoras en el Tribunal Superior de Justicia de Zacatecas. Aun así, por messenger le pregunté a otra amiga si se trataba de él. Me dijo que sí, que no hay noticias y que lo están buscando. Lo cierto es que Juan no desapareció así como así; lo secuestraron de manera violenta hace más de una semana. Su novia vio todo y los secuestradores la dejaron con un Jesús en la boca y con la promesa de que se lo devolverían; esa promesa, no tengo que ser muy explícita, no se ha cumplido.

Es la segunda vez en menos de seis meses que abro mis mensajes de correo electrónico y me encuentro con una cara conocida a la cual sus familiares no han podido ver en días porque han sufrido un secuestro o han desparecido. Dos en menos de seis meses... es mucho. Son caras de personas que trabajan, que se esfuerzan diariamente y que, como muchos de nosotros, se rehusan a vivir en un país violento y lleno de incertidumbre.

Me pregunto cuántos mensajes más tendré que abrir donde se pidan informes de personas secuestradas, me pregunto si en algún momento esta "ola de violencia" terminará, me pregunto si nuestro México lindo y querido tendrá una tregua. No lo sé, y siento una gran impotencia. Lo indudable es que hoy buscamos a Juan, y a Pedro, y a Laura, y a Rosa... y a todas esas caras (conocidas o desconocidas) que han desparecido a causa del narcotráfico y la violencia inusitada que se vive en nuestro país. Esperamos encontrarlos y que regresen con bien.

12 de julio de 2010

La plaga de los Juanes



Desde niña sentí que del apellido Barragán siempre colgaba un Juan. En las frecuentes e involuntarias reuniones familiares cada diez segundos alguien se veía obligado a resbalar en la repetición de una piedra sonante el nombre de Juan. En realidad había demasiados: Juanito, Juan chico y grande, Juan Carlos, Juan Randolfo, Juan Miguel, y la lista se aderezaba de otras tantas dosis de Juanas. Para los Barragán no era sólo cuestión de reproducirlos también nos habíamos encargado de recolectarlos. Mi tía mayor se había casado con un Juan, a quien llamábamos por su apellido: Juan Morales, la hija de ambos a su vez se casó con un Juan Antonio, que para efectos prácticos y poco románticos fue aterrizado en Toño. Incluso mis abuelos llegaron a tener vecinos sin relación familiar conocida, en donde padre e hijo también tenían los nombres de Juan Barragán, y sumando con los nuestros se nos iban los días desenredando el nudo de las coincidencias.


Si cierro los ojos un segundo se me adhiere la imagen mi abuelo Juan Barragán Martínez, aunque mi papá dice que andaba a caballo yo lo recuerdo en bicicleta y siempre con sombrero. Nació en un pueblo que sólo un milagro lo ubicaría en un mapa: La Pila, y en la única visita en la que subimos a todos los juanes en varios coches hacia el dichoso poblado, yo esperaba que se nos revelara el sentido de tal destino de nombres en un par de bocoles, pero no pudimos encontrar ser humano en sus pocas cuadras y tras una nube de polvo sólo se distinguía una iglesia triste. Era poco lo que se sabía de todos, de mi abuelo nadie se imaginaba por qué tenía los ojos verdes y la tez tan blanca; alguna vez lo escuche hablar tének, la lengua de los huastecos, y lo único personal que me dijo en 32 años fue que los indígenas de su pueblo lo apedreaban por qué su piel era transparente. A todos nos heredó la fuerza de una distracción sin remedios, que no nos hacía sorprender cuando la vista de mi abuelo se debilitó un poco y en la calle confundía a mi abuela con una mujer desconocida con quien quería platicar. A los 90 años, parecía que la plaga de esos Juanes estaba ahí con él, en los gestos de su sueño senil, en sus párpados y en el fuerte apretón de manos que le daba a mi papá durante sus visitas, y cuando chocaban sus puños como adolescentes mi abuelo reía y nos hacía querer más de ese Juan por cien años más.