12 de julio de 2010

La plaga de los Juanes



Desde niña sentí que del apellido Barragán siempre colgaba un Juan. En las frecuentes e involuntarias reuniones familiares cada diez segundos alguien se veía obligado a resbalar en la repetición de una piedra sonante el nombre de Juan. En realidad había demasiados: Juanito, Juan chico y grande, Juan Carlos, Juan Randolfo, Juan Miguel, y la lista se aderezaba de otras tantas dosis de Juanas. Para los Barragán no era sólo cuestión de reproducirlos también nos habíamos encargado de recolectarlos. Mi tía mayor se había casado con un Juan, a quien llamábamos por su apellido: Juan Morales, la hija de ambos a su vez se casó con un Juan Antonio, que para efectos prácticos y poco románticos fue aterrizado en Toño. Incluso mis abuelos llegaron a tener vecinos sin relación familiar conocida, en donde padre e hijo también tenían los nombres de Juan Barragán, y sumando con los nuestros se nos iban los días desenredando el nudo de las coincidencias.


Si cierro los ojos un segundo se me adhiere la imagen mi abuelo Juan Barragán Martínez, aunque mi papá dice que andaba a caballo yo lo recuerdo en bicicleta y siempre con sombrero. Nació en un pueblo que sólo un milagro lo ubicaría en un mapa: La Pila, y en la única visita en la que subimos a todos los juanes en varios coches hacia el dichoso poblado, yo esperaba que se nos revelara el sentido de tal destino de nombres en un par de bocoles, pero no pudimos encontrar ser humano en sus pocas cuadras y tras una nube de polvo sólo se distinguía una iglesia triste. Era poco lo que se sabía de todos, de mi abuelo nadie se imaginaba por qué tenía los ojos verdes y la tez tan blanca; alguna vez lo escuche hablar tének, la lengua de los huastecos, y lo único personal que me dijo en 32 años fue que los indígenas de su pueblo lo apedreaban por qué su piel era transparente. A todos nos heredó la fuerza de una distracción sin remedios, que no nos hacía sorprender cuando la vista de mi abuelo se debilitó un poco y en la calle confundía a mi abuela con una mujer desconocida con quien quería platicar. A los 90 años, parecía que la plaga de esos Juanes estaba ahí con él, en los gestos de su sueño senil, en sus párpados y en el fuerte apretón de manos que le daba a mi papá durante sus visitas, y cuando chocaban sus puños como adolescentes mi abuelo reía y nos hacía querer más de ese Juan por cien años más.



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